2011/01/12

2011/01/11 Instalados en Macleodganj

El día 9 de enero cogimos el tren litera en Rishikesh. Se puso en marcha a las 16.20, tal y como indicaba nuestro billete. Nos asignaron las dos literas del último piso, junto a los viejos ventiladores que colgaban como si fueran telas de araña. Así como cuentan las guías y los miles de turistas que ya han viajado en un tren indio, lo que se esconde vagones adentro es todo un mundo. El tren va lleno hasta las cartolas, pero aún así siempre llegan más y más pasajeros que abarrotan los pasillos: vendedores de chai, de snacks, de sanwiches, niños que juegan, otros que lloran, familias enteras que viajan, teléfonos que entonan un montón de tonos y politonos al unísono, transistores con luces de colores, mp3s con melodías de pachangueo hindú...
Nos acostamos a eso de las ocho en las literas de dura piel, y a medida que el silencio se adueñaba del ferrocarril, el frío comenzaba a entumecer los huesos y las posturas se hacían más y más difíciles de encontrar. Se ve que nuestros sacos de dormir no están fabricados para soportar ni las brisas de aire que entran por las hendiduras de los ventanucos que nunca encajan bien, ni las ráfagas de viento invernal que azotan a los viajeros cada vez que los más curiosos abrían las puertas de hierro y lata para mirar al exterior... ¡qué frío! Me pasé las horas entreabriendo los ojos para leer el reloj y saber que no era ni media hora más tarde que la última vez.
Por fin llegó la 1.45, hora en que sonaría el despertador de mi super casio. Echándole lo que hay que echarle salimos de los sacos y los recogimos para meterlos en las mochilazas y así,  prepararnos para apearnos en nuestro destino. ¡Vaya por Shiva! El tren iba con retraso y nosotros esperando en el pasillo con la que estaba cayendo.
Arribamos a Pathankot a eso de las tres de la madrugada. En la estación, por el suelo encogidos dentro de sus mantas un montón, pero muchos muchos viajantes o yo qué sé. Solo mirarlos hacia que descendiera la temperatura del cuerpo de una. Impresiona ver lo dura que es esta gente... y te das cuenta de lo débiles que somos nosotros...
Tras atravesar la salida de la estación tres conductores de autorikshaw y algunos taxistas nos gritaban para ver quién era el que antes nos engañaba. Hicimos el mejor trato posible, ya que a esas horas ningún trato puede catalogarse como bueno, y nos dispusimos a buscar un hotel. Tuvimos mucha suerte porque en el segundo que tocamos el timbre encontramos habitación por un precio rentable.
Al día siguiente a las 9.45 ya estábamos danzando de nuevo. Mochilas a la espalda, cogimos un vikram (como autorikshaws pero en el que entra más gente, y se comparte viaje y tarifa) y nos dirigimos a la estación de autobuses. Una vez más la suerte nos sonrió, y nos encontramos con que el bus que queríamos coger iba a salir en siete minutos. A eso lo llamamos llegar y besar al Santo.
Nos subimos en la tartaleta y nos acomodamos como pudimos. Cinco horacas de viaje para recorrer... nada más y nada menos que... 97 kilómetros. ¡Sí, señora, así es; ni cien km en five hours! ¡Y vaya caminito! Curva sí, bache también, subiendo de un puerto de montaña a otro, carretera sin asfaltar cada dos por tres, giros cuesta arriba de 350 grados, calles estrechas con camiones atascados, paradiñas para el tentenpié, todo un lujo de variedades “obstaculísticas”.
Pero, por fin, llegamos a nuestro destino... unas 24 horas más tarde: Macleodganj, a 1770 metros de altura sobre el nivel del mar. ¡Estamos en el regazo de la Madre Himalaya! Increíble-ble. Este enclave nos atrae a los turistas no solo por las montañas que se extienden anchas y largas hacia el cielo, sino también por ser la residencia habitual del Dalai Lama y por albergar a miles de refugiados tibetanos. Las caras son más asiáticas, sonrientes y luminosas y, en general, se respira una tranquilidad inesperada. De buenas a primeras parece que hemos salido de la India.






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