2011/02/21

2011/02/17 En Mahendra Nagar, NEPAL

El día 15 de febrero, decidimos coger un tren local para poder llegar a Bareilli. Resultaba que solo salía un tren normal hacia ese destino por semana y, casualmente, había salido el día anterior. Claro, la restricción de nuestro visado no nos permitía quedarnos a la espera, asín que, armados de valor y ánimos, nos pusimos las mochilas a la espalda a eso de las 17.00 y nos acercamos a la estación. La compra del billete resultó de lo más fácil y ridículo. A las siete saldría nuestro tren y diez horas más tarde llegaríamos a Bareilli. Un viajecito de 269 kms por el simbólico precio de ¡36 rupias por cabeza! Visto lo visto,  nos esperábamos lo peor: luchas con las hordas de indios para conseguir un hueco, un tren más carraca que los cogidos hasta el momento y un viaje largo, incómodo y aburrido.
Solo resultó cierta la última espectativa. El tren que iba a llegar a las 19.00, se retrasó a las 20.00 y, realmente,llegó a las 21.00.  El tren era el mismo tren que todos los demás, con la diferencia de que para este no se pueden hacer reservas y solo existe un bilete general que sale a la venta dos horitas antes del horario de salida establecido. Todos quisimos entrar de golpe y porrazo para pillar un sitio bueno, pero al parecer, el tren no venía de lejos y hubo sitio hasta para los más lentos. Cogimos dos asientos que estaban juntos; no pedíamos más y durante las primeras horas de viaje el pensamiento positivo fue fácil de mantener.
Pero entraba más la noche, y entraba más y más gente, y entraba más la agonía. Los pasajeros que se apretujaban los unos contra los otros, algunos que se subían al portamaletas para dormir, niños que lloraban, madres que charlaban, hombres que gruñían, quesos que olían, móviles que no callaban y sueño que no nos atrapaba.
Y nos quedaba el segundo reto nocturno que pasar: ya que sabíamos que en una estación el tren se iba a separar, y solo una de las dos mitades iba a llegar a Bareilli. Nos habían dicho que nos subiéramos en la parte delantera del tren, pero en alguna estación el tren cambió de sentido, y ya no sabíamos a cuál de las dos partes delanteras se referían.
A eso de las cinco de la mañana, nos enteramos que estaba produciéndose la división del tren, y que, justamente, estábamos en la mitad que iba para Haridwar. Titiri tiriiiii. Los vagones a los que teníamos que subir estaban petadísimos, peeeeero gracias a esos ángeles de la guarda que te encuentran y te hacen la vida más fácil, nos hicieron un huequillo en una litera. Íbamos cinco en un asiento normalmente para tres. Sin embargo, sabíamos con certeza que íbamos en nuestro vagón y nuestras posaderas, aunque doloridas, iban bien posadas.
Llegamos a puerto para las 8.00 de la mañana y dos pillos nos quisieron engañar. Menos mal que ya andábamos curtidos en estos temas, y menos mal, de nuevo, a nuestro ángel de la guarda que nos alejó de aquella gentuza en cuanto nos vió gesticular más de la cuenta. Este señor nos preguntó sobre nuestros planes y, en seguida, nos cogió un rickshaw, a cuyo conductor le dejó muy claro a dónde y por cuánto nos debía transportar. Un cuarto de hora más tarde estábamos sentados en el bus que nos llevaría a Banbassa, pueblo fronterizo, para entrar al sudoeste de Nepal.
No paró de llover durante las cinco horas de bus de mielda, y aquella lata se llenaba de agua gracias a sus cientos de goteras que chorreaban el agua celestial.
En Banbassa, nos tomamos unos riquísimos tés para entrar un poco en calor y coger fuerzas para negociar con los rickshawistas el acercamiento al checkpoint nepalí. De nuevo, suertudos, queriendo hacer dedo, fuimos a parar a un coche habitado por dos amables jóvenes que no dijeron que no a nuestra petición de hacernos un sitio en su vehículo. Nos dejaron a un kilómetro de la frontera india y nos buscaron un rickshaw hasta la frontera nepalí a un precio pagable. Nos despedimos, les dimos las gracias y nos pusimos rumbo a Nepal.
Primera parada: puesto fronterizo indio. Los currelas de la frontera contaban y recontaban los días que habíamos hecho en India para ver si de alguna manera u otra nos podían quitar los cuartos; pero, visto que no podían rascar nada, nos echaron el sellito y la firmita de mala gana. Nosotros, sin embargo... nosotros sí que estábamos contentos y satisfechos. Pasaporte sellado en mano, volvimos a nuestro rickshaw para salvar el kilómetro y medio de tierra de nadie hasta el puesto nepalí, y nos encontramos con que el conductor nos quería doblar la oferta inicial. Nos reímos en su cara, cogimos nuestras mochilas y le dijimos que allí se quedaba sin dinero alguno, si no se atenía al acuerdo inicial. Y así lo quiso el santo. ¡Hay que ver lo tonta que se pone esta gente cuando se cree que sí o sí van a engañar siempre al turista! ¡Venga, hombre!
Nos pusimos a caminar y, a mitad del maravilloso y vistoso camino, un motorista nepalí nos ofreció un viaje. Gorka no dudó en concederme el honor. Me dejó en la tasquilla fronteriza y empecé a rellenar todos los papeles para hacernos con el visado nepalí. En seguida, escuché el silvido recontento de Gorka, que entraba en Nepal, a la tierra de sus sueños, con esa felicidad infantil que pocas veces sentimos y es la mar de contagiosa.




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