2011/09/15

2011-09-15

El último día que estuvimos en Pai alquilamos una moto, ya como de costumbre, para ir a ver el entorno de aquel lugar de campos verdes y agua. Queríamos habernos desplazado hasta Mae Hong Son para conocer a las mujeres de cuello largo, las que se ponen un montón de aros para dar a sus cuellos el aspecto de cuellos de cisne, pero la que nos rentó la motoreta nos convenció de no ir. Al parecer, ahora mismo solo quedan dos en el poblado y tienen una contagiosa enfermedad "de ojos rojos", tal y como nos explicó la amable muchacha. Aunque, la verdad es que los que nos convencieron de abstenernos de hacer tal viaje fueron los ciento diez kilómetros de ida que teníamos que recorrer. 
En lugar de eso, decidimos visitar algunos puntos que la misma muchacha nos marcó como interesantes en el mapa que llevábamos. Dimos con unas cataratas que nos sorprendieron por lo bonitas que eran (pues el último par de cataratas que visitamos no habían sido gran cosa). Estuvimos un buen rato sentados sobre una de las rocas que sobresalían en una orilla del afluente, escuchando en silencio la caída de aquel torrente de agua.
Al atardecer nos acercamos al Pai Canyon, que resultó ser también de lo más visible e insólito en medio de aquel paraje. Altas pareces de roca y tierra rojas, que serpentean a su antojo y sobre las cuales se han ido formando sinuosos senderitos con sendos precipicios a cada lado. ¿Quién iba a decirnos que encontraríamos un cañón colorado en este rincón del mundo?
Por si fuera poco lo que descubrimos ese día, aún nos quedaba por conocer algo más bonito, o más bien, alguien más valioso. Cuando bajábamos del cañón ya estaba oscureciendo así que nos planteamos dejar para mañana lo de las hot-springs, las termas. Pero, estábamos ya muy cerca según el mapa, por lo que, finalmente, optamos por acercarnos al sitio para ver si teníamos suerte y aún podíamos entrar. Al fin y al cabo, pensamos, a esas horas seguro que habría menos gente... y más intimidad.
Llegamos al sitio y, antes de pagar la entrada, preguntamos si podíamos echar un vistazo al lugar. Anduvimos hasta la "piscina" y vimos que solo había una chica. De nuestra edad más o menos. Escuchó telepáticamente nuestra pregunta interna y empezó a explicarnos en inglés que el agua estaba muy bien, algo más "fresquita" que la vez anterior. Vale, pues entonces, nos quedamos. 
Se llama María, de Castellón, y se le había hecho de noche pensando que el cielo se mantendría claro y que la luna podría iluminar su camino de vuelta hasta el pueblo. Lo que no pensó es que tendría a dos torpedos en moto que le harían de faro durante el trayecto. Fuimos a cenar juntos. Una chica maravillosa, que nos habló de las comunidades de España (y no me refiero a las autónomas, sino a las autosuficientes) y de todas las experiencias acumuladas en su interesante vida. 
Y precisamente la conocemos ahora, que se nos acerca la hora de la vuelta y que empezamos a pensar en lo que queremos para nuestras vidas. Pues si no sabemos realmente cómo queremos que sea nuestra nueva etapa de vida, lo que tenemos claro es cómo no será. Y ciertamente, llevábamos un tiempo dándole vueltas a eso de dar un paso hacia la Naturaleza, un paso hacia atrás en este mundo de evolución y necesidades innecesarias. La idea, poquito a poco, ha ido cogiendo forma y cada vez nos emociona más. Pero, ahora mismo, estamos en Tailandia, por lo que nos toca vivir lo que nos toca... después, ya se verá.
Al día siguiente los tres cogimos el mismo autobús que nos traería de nuevo a la mágica Chiang Mai. 
El domingo, nos pasó algo que hasta el momento no nos había pasado, por mucho que otros viajeros nos lo hubieran comentado en otras ocasiones. Paseábamos los tres, entre risas y los puestos de la Sunday Market.
Contexto: cientos, pero muchos-muchos puestos a lo largo de una calle que recorre el Casco Antiguo de la ciudad de este a oeste; ropa, pollo, juguetes, café, cuadros, hamacas, sushi, bandas de ciegos que tocan en fila india sentados de manera que forman una isleta en la mitad de la calle, sticky rice con mango, masajes, cuero, cristal, zumos y batidos, colores, gente, gente y gente. Total, que María y yo íbamos absortas en nuestra coña del momento, cuando de repente, vimos a Gorka que nos hacía una señal que no podíamos captar. Dimos un paso más por la inercia y más absortas nos quedamos cuando nos dimos cuenta de que el mundo había parado. Literalmente en seco. Nadie se movía, nada se oía. La calle que hasta hacía un segundo había sido un ajetreo puro y duro, se había quedado congelada, y un segundo después logró entrar a nuestros  incrédulos oídos la razón de lo que pasaba. Por los altavoces que se distribuyen por la ciudad, chorreaba el himno de Tailandia, y todos debían de dejar de hacer lo que hubieran estado haciendo y parar en seco, para llevarse la mano al pecho y sentir su melodía. ¡Vaya patraña! Al tercer segundo me entró la risa incontenible del que quiere contener la risa. A María, que me miró de reojo, le entró la risa también y para qué queríamos más. El himno se me hizo eterno, y dos mujeres que quedaron plantadas en frente de mí, no hacían más que mirar a la maleducada farang (turista extranjero) que no mostraba su respeto al rey. Y es que en Tailandia al rey se le tiene mucho aprecio. 
Si no hemos visto diez mil fotos y cuadros del excelentísimo en calles, puertas, paredes, puentes, escaparates, banderas y televisión, no lo hemos visto ninguna vez. Pero, ¡qué gracia! Me acuerdo de que por un instante, por muy corto que fuera, mi cabeza no pudo dar crédito a lo que estaba pasando. Mi mente vivió un momento de surrealidad real.



María a la izquierda, Andrea a la derecha (un italiano tan loco como buena persona).


¡A ver quién tiene los dientes más blancos!


Una stupa en Chiang Mai.


Buddha, en blanco y negro.


Un precioso lirio de agua.


¡Goooooong!


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