2011/06/11

2011/06/11 Retomando el hilo de la aventura...

El día que dejamos Muang Ngoi detrás de nuestros riñones, lo hicimos a las 9.30 de la mañana. Para esa hora, ya estábamos sentaditos en el bote que nos llevaría a favor de la corriente hasta Nong Khiaw. Sin haber perdido la esperanza, por el previo fracaso auto-stopístico, dimos con el lugar en donde íbamos a probar suerte de nuevo: una casa en construcción al lado de la carretera, que nos proporcionaba refugio para las mochilas por las ocasionales tormentas que nos sorprenden varias veces al día. (Según nos han contado, son los primeros aguaceros que trae el monzón... tanto monzón, tanto monzón... y después se trata de estos chaparrones repentinos... estos no saben bien lo que es llover de verdad... ¡jeje! cualquiera diría que soy de cerca de Bilbau, ¡riau, riau!).
Total, una hora, dos horas, tres, tres y media... empezaba a hacer hambre, por lo que cogimos la mochilas y fuimos a buscar un restaurante desde el que se viera la carretera y desde el que pudiéramos correr a parar los automóviles que circularan por la misma. Lo encontramos a unos pocos metros de donde estábamos. Era un día de suerte... ¡jeje! Y la verdad es que comimos requetebién. Para romper el silencio del paladar, empezamos degustando las famosas algas de río fritas con semillas de sésamo... ¡qué ricas! y para seguir sticky rice (que es el arroz pegajosos o glutinoso) con una pasta de calabaza, unas verduras salteadas y otras al curry para subir de tono a las papilas gustativas. ¡Menudo atracón!
Cuando estábamos para acabar, llegó a aquel restauran, una pareja tailandés-barcelonesa con los que nos juntamos para echar el rato de la sobremesa y despistar la mirada del horizonte de asfalto. Estuvimos de cháchara un buen rato... nos acordamos de la carretera casi cuando iba a empezar a anochecer. Sin movernos de aquel garito nos salimos a la entrada (así las cervezas frescas nos quedaban a mano) comenzó de nuevo la espera del buen samaritano. Pero nuestro samaritano, al parecer, se quedó dormido ese día... Por lo menos, el señor del lugar nos sacó unas sillitas para que estuviéramos más cómodos y las risas nunca nos abandonaron. Ya nos conocíamos a todos los que pasaban calle arriba y calle abajo... y ellos a nosotros, también. Estábamos seguros de que éramos la comidilla del poblado... "hey, has visto a los del puente?", "sí, a esos pobres que llevan todo el día en la esquina de la carretera... jajaja!", "vamos a pasar otra vez, a ver si siguen allí..." y nos tronchábamos de la risa.
Pero no todo estaba perdido. Nos habían dicho que podía pasar un autobús por allí, hacia donde queríamos ir... No era ciencia cierta, pues a veces ocurría y otras no... y además, podía pasar a las siete, a las ocho, a las nueve, a las diez, a las once.... o a la una... (no nos comentaron nada de si podía pasar a medianoche, así que dedujimos que a medianoche el chófer dejaba cuanto estaba haciendo para salirse del bus y echarse un fiti...) Lo inimaginable llega a ser imaginable y divertido en estas tierras.
Bueno, pues ya teníamos a qué agarrarnos (o no...) así que sacamos las cartas y empezamos a jugar a la escoba. Y nos emocionamos y nos metimos tanto en el juego (las birras siempre ayudando a crear el ambiente), que tras casi doce horas de espera, por poco ¡¡ perdemos nuestro bus!! No se sabe muy bien que campanilla sonó en la cabeza de Borja, pero cuando estaba el autocar pasando justo a nuestra altura, levanto la mirada del guindis que yacía en el terreno de juego y empezó a gritar "¡el autobús, el autobús!". Gracias a esa tensión y capacidad de reacción ante imprevistos que se genera en nuestro cuerpo, los tres nos echamos a gritar y a correr detrás de nuestro transporte y logramos pararlo y montarnos en él. Desde que sonó la campanilla de Borja hasta que estuvimos acomodados en los asientos de aquel aparato no transcurrieron ni dos minutos. ¡Qué rapidez de movimientos! ¡Y qué risa continua! Creo que durante ese lapso de tiempo, nuestro cuerpo se encargó por sí solo de ejecutar todos los movimientos necesarios para realizar aquella estampida, ¡y sin dejar nada atrás!
Nos sentamos en el bus a eso de las diez de la noche sin poder entender muy bien cómo había sucedido todo tan rápido y tan bien... pero como ya dije: era nuestro día de suerte.
El viaje, que supuestamente iba a prolongarse hasta las cinco de la madrugada, tocó su fin a las tres a.m., y nos expulsaron de aquel vehículo que olía a pies con los ojos medio-cerrados y malagana. El trayecto no fue liso ni recto, sino todo lo contrario... y el chófer le pisaba bien. Pero ya estábamos en Vieng Thong y era muy de noche. Una carretera oscura y nada prometedor a la vista. Paseamos a ciegas y sin rumbo, y frontal en la frente, estudiamos la posibilidad de hacer noche en otra casa en construcción que avistamos en una orilla de la carretera. Descartamos la idea porque allí había reunido más polvo que en donde se hace, y seguimos pa'lante. El día de suerte. Dimos con un Guest House con las puertas abiertas. Entramos. No había ni un alma que saliera a atendernos. Encontramos una terracita con techo en la primera planta. Sin dudar, sacamos la mosquitera, esterillas y sacos... y nos quedamos sopa para las cuatro menos poco. A las seis tres tipos en toalla, presuntamente recién aseados, llegaron a aquella terracita y encendieron la tele como si allí no hubiera nadie más. Más cansados que cuando nos acostamos, deshicimos el campamento y preguntamos si había otro bus hacía el siguiente punto de parada. Había un único bus que hacía aquel recorrido y salía en media hora.
¡Corre que lo pillamos! En la "estación" compramos unas frutas para desayunar e hicimos tiempo hasta que al chófer se le ocurrió arrancar. Aquel trayecto menos transitado lo haríamos con una furgoneta-rickshaw en donde cargaron gentes, gallinas, sacos de arroz y todo tipo de bagajes a granel y por un tubo. Gorka y yo anduvimos más vivos y cogimos los asientos del copiloto, pero el pobre Ricitos de Oro, se tuvo que contentar con tocar con los pies un poquito de furgoneta, agarrarse al chasis y dejar que el viento le soplara en la cara. Nos dejaron en un cruce de caminos en una aldea perdida llamada Phoulao, y dijeron que esperáramos allí. Con caras de circunstancia, un cansancio que aplastaba cada vez más, y sin tener otra opción, bajamos allí donde nos dijeron y aparecieron un montón de niños con dos goitibeheras (no sé la palabra en castellano, por favor, ilústrese en la foto de abajo) y Gorka se apuntó al festín. Borja conversaba con un local que sabía inglés, y yo sacaba fotos y andarilleaba los alrededores. 
Una horita después pasó un jeep-taxi-común y nos dijeron que nos subiéramos, que aquél era nuestro siguiente autobús. Oído cocina; no había mucho más que hacer. Resultó que el chófer conducía fatal por aquellas cuestas sinuosas. Para arriba, para abajo, curva para un lado, curva para el otro, frenazos bruscos... y aún así ¡el señor se nos quedaba dormido! Qué tensión...¡llegaba a dar cabezadas! ¡y yo no poder pegar ojo por el sustito que aquellos momentos me producían! ¡Vaya viajecito! 
A eso de las tres llegamos mareados a Phonsavan, ya una ciudad más grandecita, pero no tanto. Antes de nada, a comer algo y tranquilizar un poco las barrigas, y después ya buscaríamos un guest house donde caernos muertos.




Atardecer en Nong Khiaw.

Mis chicos guapos. Al final siempre acabo rodeada de bellas personas:





Goitibehera: lo que lleva Gorka bajo sus pies, y los tres niños que van delante.
Disculpen la mala calidad de la fotografía. Usen su imaginación.




2 comentarios:

  1. Mallory: “Lo que obtenemos de esta aventura es pura alegría. Y la alegría es, después de todo, el fin de la vida. No vivimos para comer o ganar dinero”

    XABI

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  2. jaja, a ver si eso del Monzón va a ser lo mismo k Euskadi Tropical, k ni llueve ni ná, son mitos para atraer sureños como yo ávidos de lluvia y humedad extrema.
    Mila muxus guapa, sigue bien, happy happy !!!

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